No hay vuelta atrás (Parte 1)

Por Paola Tinoco

De pronto me encontré en un lugar inesperadamente feliz. Luego de algunos años de soltería apareció un hombre que, sin ser lo que yo había imaginado para mi futuro en pareja, se había vuelto entrañable. Tanto que me olvidé de mis cartas al universo, donde escribía que deseaba estar con un hombre alto, de ojos claros, con posibilidades económicas, y todo eso que una tiene en la cabeza si se trata de armar el hombre ideal. Este aparecido no tenía nada de eso, sobre todo, no tenía ojos claros ni dinero. Nos encontramos por primera vez con un grupo de amigos en la playa. Él era invitado de la anfitriona de la casa, vieja amiga mía, que cada año hace una enorme fiesta para sus amigos de todo el país con tan buena suerte que la casa se llena de conocidos y desconocidos. Ahí estaba Fedro. Ahí estaba yo. Entre borrachos simpáticos y locos tirándose clavados en la piscina, cruzamos una mirada y brindamos a distancia. Poco a poco fue acortando esa distancia y se paró junto a mí en el bar. Tuvimos una corta conversación. Nada especial, pero era tan alegre que daba gusto conversar con él. Aún con eso, no era posible quedarse con una sola persona en una fiesta tan grande y yo estaba más interesada en ver a un cliente para mi negocio que en flirtear. Dejé a Fedro para irme a hablar con mi objetivo después de intercambiar datos para seguir en contacto.

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Comenzó por escribir mensajes cortos en redes sociales. Saludos, recomendaciones de música, y de pronto hasta me invitó a una conferencia que daría sobre turismo en Monclova. No pude asistir pero le agradecí y aseguré que me acercaría a la siguiente. Un buen día me llamó por teléfono. Apareció para invitarme a cenar y acepté sin ninguna expectativa más que la de charlar tan agradablemente como aquella primera vez en Vallarta. Esa cena marcó la diferencia. No había más gente y mi atención era toda suya. Supe muy pronto que lo quería volver a ver y no fui yo quien lo propuso sino él. Hacía mucho tiempo nadie era tan atento conmigo sin que mediara un interés laboral. Me sentí deliciosamente lisonjeada. Lo dejé hacer, lo dejé quedarse en mi casa, me dejé querer y yo también lo empecé a querer. Llevaba tres años sin un amor, solo momentos sexuales, pocos, nada para guardar en el álbum de los recuerdos. Pensaba que este hombre sería algo parecido, algunos encuentros ardientes y luego cada quién a sus asuntos. Me equivoqué, felizmente. Él quiso verme más allá de eso y yo también. Fue demasiado pronto que empecé a sentir más que deseo, un amor pequeño que iba creciendo a pasos agigantados en cada visita.

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Todos los días recibía flores con una tarjeta que ponía mi horóscopo. No sé por qué era tan importante para él eso de los horóscopos pero me habitué a recibirlo y a pensar si esa leyenda en verdad definiría lo que sería mi día. Cuando no eran flores, eran chocolates. O café en grano, que sabía que me gustaba mucho. Hizo todo para conquistarme y no fue complicado, yo estaba lista para empezar algo serio, o eso pensaba. Los meses pasaron y el sentimiento ya era inmenso estaba a flor de piel. Tanto, que comencé a hacer preguntas sobre el rumbo que tomaríamos juntos con aquello que estaba pasando entre nosotros. Fedro me abrazaba cariñosamente y decía que dejáramos al tiempo hacer y decidirlo. Me enojé. Pensé que ya sentíamos los suficiente como para decir que lo nuestro era una relación formal, pero para él, era algo que se daría con el tiempo. No era descabellado esperar, pero yo sentía urgencia de ponerle un nombre a nuestra relación.

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Repentinamente llegó una oleada de ansiedad. Necesitaba su palabra, algo, que me dijera más que un te quiero. Los mensajes diarios y las flores se fueron volviendo pocos para mí. Reclamaba su atención total, su rendición o algo parecido. Fedro tenía paciencia, pero fueron muchos los momentos en que se desesperaba y se alejaba unos días. Luego regresaba y trataba de cumplir mis caprichos, atender a mis reclamos, a esa extraña necesidad que ni yo misma entendía por qué me obligaba a buscarlo hasta el hartazgo. Más de una vez, sin que mediara un problema entre nosotros, me emborraché y lo increpé por no ser capaz de darme su palabra, de decir que ya éramos pareja, novios, algo. Pese a todo él se quedaba. ¿Qué mayor prueba de amor podía tener que aguantar a una histérica, aunque pidiera perdón al día siguiente?

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Después de algunas semanas de estira y afloja con el tema, Fedro decidió terminar con lo que sea que tuviéramos como relación. Traté de convencerlo de que lo intentáramos pero no cedía. Sentí que el piso se abría para tragarme. Después de colgar el teléfono, nada detenía mi caída y el vértigo me asustaba además de sentir que algo laceraba mi pecho. Toda yo estaba abierta en canal. No hubo manera de hacerlo cambiar de idea. Tenía dudas de todo ahora. Dudas sobre si quería o no vivir conmigo esa relación sin nombre. Entró en mi vida muy fácil y yo le abrí los brazos con demasiada efusividad. No estaba parada donde yo creía. Cierto que la afinidad y el cariño, que brotaron como un río, existían. También estaban ahí como testigos de lo hermoso, dos crisis negras que ninguno de los dos estaba superando, en mi caso, ni me di cuenta que la tenía.

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